Fuera de cartel
Filosofía y Arte en un film Coreano
Eduardo Dermardirossian
Ficha técnica
Dirección y guión: Kim Ki-duk.
Países: Corea del Sur y Alemania.
Año: 2003.
Duración: 103 min.
Género: Drama.
Interpretación: Oh Young-soo (Monje viejo), Kim Jong-ho (Niño monje), Seo Jae-kyung (Chico monje), Kim Young-min (Joven monje), Kim Ki-duk (Monje adulto), Ha Yeo-jin (Chica), Kim Jung-young (Madre de la chica), Ji Dae-Han (Detective Ji), Choi Min (Choi).
Producción: Lee Seung-jae y Karl Baumgartner.
Música: Bark Jee-woong.
Fotografía: Baek Dong-hyun.
Montaje: Kim Ki-duk.
Dirección artística: Oh Sang-man.
Vestuario: Kim Min-hee.
Un autoconsagrado monje zen y su discípulo viven en una casa que flota en medio del lago. Su contacto con el afuera es una pequeña barca que siempre fondean en la misma orilla, donde hay una robusta puerta sin cerca ni paredes. Para desembarcar atraviesan esa puerta, abriéndola y cerrándola escrupulosamente sin soslayarla nunca, aún cuando podrían hacerlo por uno y otro lado. Una metáfora del alma o un símbolo que los hombres de este lado del mundo no alcanzamos a entender; o quizá una ironía del realizador, Kim Ki-duk. Estoy hablando del filme coreano “Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera”, que recomiendo con ardor a quienes puedan apearse, aunque sea por 103 minutos, del vértigo de sus días.
Dos universos nos presenta esta invención filmográfica del Oriente lejano. Uno, el interior de la casa con los haceres de cada día y el altar donde se venera al Buda; otro, tras la puerta que se yergue en medio del fervor vegetal, la terrenalidad y los anhelos siempre insatisfechos. Aquí (las escenas transcurren casi enteramente en la casa flotante), el hombre de su piel para adentro; ahí, tras la puerta, el deseo, la angustia y el tiempo imperioso.
La vida en sociedad y sus obligadas implicaciones semejan una geometría de círculos concéntricos. Cerca del centro, el yo, la intimidad de cada quien, habitante de su alma, como la casa que flota en el lago donde transcurren las horas y se rinde culto a la prefiguración de la eternidad. Más allá, en los círculos que se apartan del centro como la puerta que nunca es soslayada, el mundo doméstico, las relaciones cercanas y los sentimientos que unas veces nos gratifican y otras veces nos angustian (los hábitos, la cultura, el clan). Y más lejos todavía, en los círculos que se van perdiendo al expandirse, el universo ingobernable.
Quizá el sentido de la metáfora sea este, quizá sea el que publicaron los medios cuando la obra entró en el circuito comercial, no lo sé. ¿Pero qué me impide recrear el filme coreano y darle este valor simbólico? ¿Acaso el arte no es eso, la obra que una vez nacida se libera y cobra vida propia, tal que cada quien la recrea para incorporarla a su propio universo? Y este es, en mi opinión, el mayor mérito del realizador: ofrecerle al público el barro elemental del arte para que haga de él una réplica de su propio mundo. O para que atisbe el tedioso círculo de vidas concéntricas y de muertes que ni Dios puede eludir porque no puede correr más deprisa que el tiempo.
Quizá sea excesivo el paralelo, pero el filme me remonta a la paradoja del tiempo y la distancia que Zenón de Elea enunció hace unos dos mil quinientos años*. En nuestra porfía de medir la vida con la vara sobrehumana merodeamos alrededor de la chanza que aquel griego le gastó a sus contemporáneos y que ahora vuelve con sabor a celuloide de la mano de Kim Ki-duk.
* Aquiles, el más veloz entre los hombres, va a disputar una carrera con la tortuga, el más lento animal. Y para compensar sus diferentes cualidades, le da una ventaja de, digamos, cien metros. Cuando Aquiles corre la distancia que lo separaba de la tortuga, ésta habrá avanzado diez metros. Y cuando Aquiles corre los diez metros, la tortuga estará un metro delante. Corre Aquiles ese metro, pero la tortuga lo aventajará en la décima parte de un metro. Y así hasta el infinito, sin que nunca el veloz Aquiles pueda alcanzar a la morosa tortuga.
Puntos de 1 a 5: 5 puntos
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