CUESTION DE PRINCIPIOS de Rodrigo Grande - HERNANDO HARB

viernes, 9 de julio de 2010 en 18:05

















CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

Argentina, 2009

Comedia dramática

Dirección: Rodrigo Grande

Guión: Roberto Fontanarrosa – Rodrigo Grande

Productora: Ideas del Sur

Productores ejecutivos: Leonardo Di Cesare – Miguel Pérez

Fotografía (en colores): Pablo Schverdfinger

Música: Ruy Folguera

Montaje: César Custodio – Miguel Pérez

Intérpretes: Federico Luppi (Castilla) – Norma Aleandro (Sra. Castilla) – Pablo Echarri (Silva) – Pepe Novoa – María Carámbula – Oscar Núñez – Oscar Alegre

Duración aprox.: 100’

Fecha de estreno en la Argentina: 24 de setiembre de 2009

Calificación: Apta para todo público


Es una fruta cuyo carozo es la dignidad. Infrecuente sorpresa entre los frutales que siembra el cine sobre todo de estas latitudes latinoamericanas de cada día.

El responsable principal es el guión: nada menos que el del “Negro” Fontanarrosa y el el director Rodrigo Grande. Un par de santafesinos auténticos, dos rosarinos que aman su ciudad, dos creativos que se suman al mapa cinematográfico argentino.

Pero ya se sabe, “los principios” no predominan en la conducta de los responsables habitantes de nuestros lares. Tampoco es materia de análisis frecuente impartida por los mayores a nuestros confundidos niños y jóvenes que persiguen difusas metas e indagan acerca de los porqués y los para qué entre aires mediocres.

El tema es [las apariencias cómo engañan] sencillo. Castilla es un empleado de una oficina en una empresa portuario. Está al borde de la jubilación. Vive con una esposa definible como un “ama de casa” atorada por la rutina y con su hijo adoptivo, un gordito atado a la comp. Y esperando ser inscrito en un torneo de rugby. La hija mayor partió hace tiempo hacia el sur, con afanes de libertad compartidos por un hippie abrumado por el ámbito ciudadano.

El jefe de Castilla es un yuppie divorciado, que ama a su pequeña hija por la que ha retornado al terruño que abomina y maldice (“He dejado de cobrar en euros para recibir pesos. He dejado un país europeo por otro de m…”, despotrica). Su departamento es confortable, su auto de “última generación” y la plata “le sobra” en una soledad provinciana adaptada a los ritmos de un país que crece. Un día descubre que le falta algo: el número 48 de la revista Tertulia, una antigüedad que atesora en su cómoda oficina.

Y, de pronto, descubre que “su” empleado Castilla la tiene, guardada con afán porque en esa edición está la foto de su padre, una figura casi inadvertida que recibe a un noble español.

El jefe ofrece una cifra “respetable” por ese objeto que lo obsesiona. El empleado es un “antiguo” dueño de “principios que no tienen precio, porque como usted debe saber señor Silva, en la vida hay cosas que no tienen valor”.

La batalla por los principios ha estallado. Los observadores observan: compañeros oficinistas burlones, una cónyuge que no entiende la terquedad del hombre con el convivió tantos años, el hijo se asombra y reprocha, un amigo –profesor de escuela- le asegura que los tiempos cambiaron y que hasta el matrimonio es como un plato de comida repetido que admite cambiarlo de vez en cuando por otro más tentador… La invasión de opiniones coinciden: Castilla es un “caballero” demasiado “educado”, que “no dice ni una sola mala palabra” y que el adulterio es impensado en su conducta “anticuada”.

“Cuestión de principios” habla de valores que aparecen tan perimidos como el amor eterno, tan medievales como la amistad o el devenir cristiano. Lo que importa es el dinero. A toda costa. Una foto no puede ser “amada”. Un recuerdo entrañable puede comprarse hasta ahogarlo en el primer lavatorio de una oficina rutinaria, lugar en el que un empleaducho [en los inicios de la historia] cuenta que vio una película vieja “en la que un viejo supermillonario, dueño de periódicos, amo del mundo termina sus días añorando algo que se llama Rosebul (en vez de Rosebud) y que resulta ser un vulgar trineo de su infancia”. Es, claro, Citizen Kane (El ciudadano) de Orson Welles, explicado por un materialista sumergido en la rutina y las reverencias impuestas por el patrón, una majestad que le da un sueldo para que le sirva al reino de una empresa.

Filme necesario. Superior a tantos otros –argentinos o no- que invaden las pantallas con la promiscuidad traducida por el idioma de la boletería.

El desarrollo es espléndido y evidencia que Rodrigo Grande es un rosarino que promete ofrecernos mayores sorpresas. Claro que el querido Fontanarrosa contribuyó con su ingenio maravilloso.

Hay una escena imperdible: Castilla, desorientado, recurre a la opinión de un ex compañero de colegio, luchador de izquierda combativo en pobladas publicitadas, y convertido en un aburguesado señor capaz de aconsejarle al dueño de la preciada revista que “no seás idiota, la moral cambió, el dinero rige todo, a nadie le importa una publicación de m…”. La mirada de Castilla ( un Luppi magnífico) parece decirle al libertario de marras: “¡Que lo parió!” homenajeando a Mendieta, un compañero que Inodoro Pereyra no hubiera vendido por nada del mundo. Por lo que llamamos “principios”, y que también se conoce como el mágico amor que alumbra para sólo apagarse con la vida del “mago” que lo aloja en el alma.


Hernando Harb

CHERI de Stephen Frears -HERNANDO HARB

en 17:11
















CHÉRI

Coproducción: Gran Bretaña – Alemania – Francia, 2009

Título original: Chéri

Estrenada en Alemania con el subtítulo de “Eine Komödie der Eitelkeiten”

Género: Drama

Hablada en inglés

Director: Stephen Frears

Guión: Christopher Hampton

Sobre dos novelas cortas de Colette (1873-1954): “Chéri” y “El final de Chéri”

Música: Alexandre Desplat

Fotografía: Darlus Khondji

Vestuario: Consolata Boyle

Intérpretes: Michelle Pfeiffer (Léa de Lonval) – Rupert Friend (Fred) – Kathy Bates (Charlotte) – Frances Tomelty (Susi) – Felicity Jones (Eidmée)- Tom Burke – Joe Sheridan

Duración original: 95 minutos

Duración en la Argentina: 92 minutos

Fecha de estreno internacional: Festival de Berlín de 2009 (59º certamen)

Fecha de estreno en Buenos Aires: 8 de julio de 2010

Calificación: Sólo para mayores de 16 años


Visualmente hermosa con un vestuario que enciende la admiración (debido a la holandesa Boyle) el inglés Stephen Frears reproduce a la perfección dos novelas cortas de aquella enamorada de los gatos, amante fervorosa, convocadora de los ambiguos artistas que poblaron el tout Paris-.

El director es secundado por su amigo y guionista admirable Christopher Hampton [ambos corresponsables de Las relaciones peligrosas (adaptación perfecta de la novela epistolar de Laclos, que muy pocos críticos de cine parecen haber leído)] para describir una historia de amor-pasión en los albores de la belle époque, cercanos los tiempos de guerra y muy presentes las alegrías de una época donde la amoralidad se conjugaba con el hedonismo y la alegría.

Nada mejor que echar mano a las novelas cortas de la autora de “Gigí” y de la saga de Claudine para que el magnífico realizador británico (nacido en 1941) se despoje de sus obsesiones: los sumergidos en el hastío, la intrusión deliberada en la marginalidad –de todo tipo, condición social incluida-, el engaño libre de culpa y el dinero comprando a los más astutos arribistas.

Léa es una meretriz que ha pasado la edad en los “perfumes duran más tiempo en la piel cuando ésta comienza a dibujarse de arrugas”. Forma una hermandad de profesionales del oficio más viejo del mundo (algunas en inactividad, pero siempre dispuestas a oficiar de casamenteras). Es una mujer bella y se ha quedado sola entre sus sábanas de seda y confortada con la compañía de una fiel doméstica. Habita un mundillo dominado por el dinero atesorado en incursiones de placer con primeros ministros británicos y miembros de la nobleza europea. Envuelta en ropas magníficas, luciendo deshabillés sedosos y con su piel bañada con cremas y jabones espumosos es invitada a tomar el te de las cinco por Charlote, una compañera dispuesta a pedirle un favor: su bello hijo de 19 años, Fred, vive una vida disoluta y es necesario convertirlo en un hombre para satisfacer los planes maternos: casarla (intercambiarla por dinero, en verdad) con la hija de otra prostituta aún fiel a su profesión.

Léa y Fred se conocen hace tiempo. De niño ella lo trataba como su madrina y lo apodaba Chéri, quien no pueden olvidar la belleza de la oficiante de noches de amor a quien apodaba Nounoune, un sobrenombre que anticipaba primeros desvaríos de los sentidos y una sensualidad que asoma entre acacias y damas visitadas por banqueros sonrientes que se nieguen a despedirse de su propia juventud.

Las clases de Léa deben duran dos semanas en una Normandía plácida y aprendiendo boxeo al aire libre en tanto la fascinante “docente” (impecable Michelle Pfeiffer) lo contempla disfrutando del arte de su masajista.

El par de semanas se convierten en seis meses. Las noches de pasión se suceden y preparan en el nido del inconsciente el nacimiento que Denys de Rougemont bautizó como amor- pasión, un sentimiento instalado en el inconsciente colectivo en el siglo XII, cuando los jóvenes trovadores aprovechaban las ausencias de sus caballeros cruzados para cantarles letras de amor eterno a las damas de una corte habitada por el aburrimiento, el abandono y la torturante angustia de los amores imposibles (el fantasma del sexo, esa serpiente que se muerde la cola jugueteaba hasta ser adoptaba por la Iglesia en el auge renacentista).

Chéri y Nounoune se aman, entre celos, días futuros sin proyectos posibles, y con los tropiezos signados por su entorno: el joven se casa con una modosa muchacha de 18 años entre cuyos brazos no puede olvidar los susurros de Léa.

Una voz en off (la de Fréars) razona: “Ambos serán injustamente castigados: Léa pagará por ser mayor que Fred, y éste por amar a la única mujer en el mundo a la que es capaz de amar”.

No hay cinismo. Ni desbordes. Sino los suspiros emitidos por el dolor de una despedida que se avecinará para culminar en un final anunciado Hay un momento resplandeciente en la primera mitad de este filme que vale la pena premiar con una atenta visión: es la visita de Nounoune al jardín de Charlotte, en el cual tomará una hermosa flor cuyos pétalos se deshojan entre sus dedos en primer plano cuya plasticidad inusitada debe atribuirse al excelente fotógrafo Darlus Khondji.

Bella digresión la de Frears sobre la inautenticidad de cierto sentimiento que se alimenta de celos, esos tentáculos que invaden el alma para perturbar el goce de ese regalo de Dios llamado amor.

Es un filme para no perder. Es una invitación a pensar en el monstruo de ojos verdes veneciano y su imperdonable actitud de poseer a su amada por el entramado que crea una falsa matándola: un pañuelo y su aroma de inocencia.

HERNANDO HARB

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