EFECTOS PERSONALES
de David Hollander
Título original: Personal Effects Origen: Estados Unidos - Alemania, 2009 Género: Drama Hablada en inglés Dirección y Guión: David Hollander Sobre una historia corta, “Mansion on the Hill”, de Rick Moody Productores: David Hollander – Christian Arnold-Bentel Música: Jóhann Jóhansson Fotografía en colores y blanco/negro: Elliot Davis Montaje: Lori Jane Coleman Intérpretes: Michelle Pfeiffer (Linda) – Ashton Kutcher (Walter) – Kathy Bates (Gloria) – Stephen Hudson (Clay) No estrenada en la Argentina Duración: 110’Productoras: Insight Film Studios –A. Tadora KG Calificación: Para mayores
Una voz en off (masculina) –al final sabremos a quién pertenece, aunque es fácil detectarla- explica que “del pasado es imposible liberarnos. Aunque lo borremos los objetos, las cosas, nos lo recuerdan y hacen revivir”. Es la existencial fuerza de las cosas que no nos libra de la culpa, del sufrimiento de una pérdida, de un error, de un intento de solidaridad a destiempo. En este magnífico filme dirigido y escrito por David Hollander un disco regalado, un manojo de llaves, un amuleto -que el espectador no ve-, un arma (descargada o no), un vestido con olor a naftalina, un traje de hombre que perteneció a una época en que necesitaba de ayuda un ser querido, una copa de vino son los objetos que nos retrotraen el dolor, el sufrimiento de no haber cumplido con un ser querido, la inevitable pérdida de un ser amado. La voz reitera que “todos nos necesitamos”. Los unos y los otros. Todos esperamos que el pasado culposo no haga el milagro de traernos al padre perdido. Todo expuesto con lo que puede definirse con una sola palabra: cadencia. Hollander hace de el ritmo un pausado seguimiento de miradas, de labios que se muerden, de un “no” que debe traducirse como un “sí”, de una injusticia que guarda secretos que nos avergüenzan, de una sonrisa infantil impiadosamente tierna… Los “efectos personales” son las cosas que se imponen y nos alertan para seguir adelante. El frío de una culata en el fondo del bolsillo de un joven, la subasta de las cosas queridas que “no sirven” y “molestan” en el garaje, el beso que se desea pero la vergüena pospone y la falta de valentía expuesta por Linda (una bellísima Michele Pfeiffer en uno de sus mejores trabajos) en voz alta, monologando y sabiéndose escuchada: “Este pueblo de casas grises y cielo oscuro, con sus viviendas con olores a humedad y a otros tiempos, esas esquinas desiertas, todo eso me gusta, porque viven los seres que amo y me necesitan tanto como yo los necesito a ellos”. Laura es una viuda que tiene a cargo a su hijo algo retrasado y sordomudo, con los ojos húmedos por la muerte de su marido, un alcohólico, aficionado a las armas, asesinado por motivos que no interesan rememorar. Trabaja en una Comunidad pueblerina donde se conocen parejas que nunca lo hubieran hecho y se casan bajo los auspicios de la entidad (hay una secuencia del baile de un lisiado y una hindú recién casados que emociona hasta querer consumir el alma del voyeur espectador). Walter es un deportista de lucha libre que al punto de lograr un triunfo en Pensilvania, debe retornar porque su hermana melliza fue asesinada violentamente, se ha iniciado un juicio contra un (presunto) culpable y debe ayudar a vivir a su madre y a su sobrina de cinco años. La interpretación de Ashton Kutcher lo ubica (quien escribe estas líneas está seguro) entre el mejor actor de su generación). Linda y Walter se conocen en un centro de autoayuda de concurrentes que perdieron a sus seres amados en forma violenta. La cadencia de David Hollander -su sello personal- impone la exposición de amor en todas sus variantes. El hijo de Linda (un excepcional Stephen Hudson) transmite con ademanes el amor que siente por el amante de su madre, y en su sordomudez es capaz de hacerse comprender más que los que lo rodean. Walter ya no lamente su fracaso deportivo, sufre por no haber ayudado a su hermana melliza, violada y quemada al borde de un riacho, donde concurre todos los días a recordarla y despedirse persignándose. Además se gana la vida disfrazado una gallina amarilla repartiendo ofertas para comer pizza: “soy una gallina triste” repite. Gloria, madre de la chica asesinada, consume el fracaso materno y se amarra a su nieta, cuyo padre va a casarse para retornar a la vida y abandonar la desmesura del dolor de trajinar como moribundo). Pero la cadencia de Hollander es esperanzadora. Los objetos se imponen con esa fuerza predicada por Simone de Beavoir, pero llama la atención de los “otros”, que están (estamos) para ayudar (nos ayuden) a sobrevivir. Imperdible filme que muchos rechazarán por la frustración de no toparse con una historia romántica. Falso. Otros alegarán demasiada humedad en los ojos de los personajes sin reparar en las sutilezas diseminadas por un guión impecable: Walter (el enamorado) y Clay (el hijo sordomudo) caminan igual: bamboleantes, no son muy lúcidos, pero superan sus carencias complementándose. Hay escenas estupendas donde el montaje (de la ya popular Lori Jane Coleman) acentúa los sobreentendidos: el baile sensual de Linda, los torpes codazos de Walter en una fiesta, la mirada que transmite un solo ojo provocador sobre la sonrisa de Linda, la confesión de Clay de haberse identificado con sus peces detrás de un vidrio que no puede separarlos del todo. Y sobre todo la mirada inquisidora de ese joven, al final, que nos transmite que las cosas tienen una razón de existir: alertar acerca de la angustia de los demás y de la propia para ayudar en la carrera de vivir en un pueblo con casas que huelen a humedad y frustrados deportistas que se disfrazan de “gallinas” para promocionar pollos en las principales calles. Y hasta nos previene de ese “efecto personal” que es un arma, que podemos emplear erróneamente para destruir a un inocente. Imperdible.
Hernando Harb
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