LAS HIERBAS SALVAJES
de Alain Resnais
Les herbes folles
Francia, 2009
Género: Comedia dramática
Según el libro “L’ incident” de Christian Gally
Imágenes inspiradas en “The Spirit”, un cómic de Hill Eisner
Director de fotografía en colores: Eric Gautier
Intérpretes: André Dussollier (Georges Palet) – Sabine Azéma (Marguerite Muir)
Estreno en
Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes 2009
Duración:
Calificación: Apta para todo público
Las hierbas locas o salvajes son la imaginación humana.
Las relaciones entre los hombres y mujeres están hechas de azar y de una decisión a tomar dictada por la imaginación de cada uno. Una combinación que nos permite recrear la vida y los diversos matices del amor.
Nada más importante que observar el cartel de publicidad del filme de este magnífico artesano Alain Resnais. En medio de un campo salvaje dos figuran se destacan en primer plano: un hombre y una mujer, con las cabezas cargadas de pasto que parece crecer y tapa los rostros. Ese es el primer rastro de esta encantadora película iluminada por Eric Gautier.
El relato se inicia con Marguerite en un shopping. Compra sin necesidad un par de zapatos (supone que tiene feos pies) y la mujer parte hacia la playa de estacionamiento. El azar irrumpe: un muchacho le roba la billetera. El ladronzuela le saca el dinero y la tira en un al lado de un coche aparcado luego de recorrer varios. La casualidad interviene: el auto es de Georges, quien la recoge y debe decidir si llamar a la dueña.
La vida está tejida de frases hechas: gracias, ¿qué desea comer?, ¡qué bello día!. Y de intrascendencias: los contestadores telefónicos sirven para contestar, vamos allá, dónde es allá, allá es allá. Y de oraciones que no se completan: Me parece que…, Creo que tal vez lo…, No sé si…
Está el azar haciendo de las suyas, que nos obliga a elegir, a decidirnos, en suma: a imaginar. Y cada vez que imaginamos surge una hierba salvaje, puesto al azar, en cualquier sendero.
Cada vez que los protagonistas imaginan Resnais interrumpe la historia mostrando la maleza que crece. Marguerite es dentista y aficionada a la aviación (da clases de vuelo de “iniciación” no de “bautismo”, aclara el portero de un aeroparque, y hay que tomarla en cuenta en el desenlace de la historia). Georges está casado con una dulce esposa, tienen con dos hijos grandes, no son abuelos, la mujer trabaja como vendedora de pianos, él está sin trabajo y es un aficionado al cine y ha leído mucho sobre aviones.
El encuentro entre ambos tarda en producirse. Hay idas y venidas, llenas de dudas, postergaciones (la in-decisión ayuda al azar), imprecisas premoniciones). Se logrará después de que crezca mucho césped. La imaginación los alborota: ella imagina que es un acosador y acude a la policía; él la imagina desatenta pero luego se arrepiente y la supone de varias formas al observar sus fotos en los documentos.
La hierba se multiplica. Él dice: “Está en nuestra naturaleza imaginar cosas”. Es que eso hacemos los seres humanos: imaginamos y dependemos no sólo de nuestras imágenes interiores, auténticas o no), también estamos atados a las imágenes de los otros. Ambas se entrecruzan, se confunden y todo habrá de terminar cuando la cortadora de césped haga su trabajo o la máquina cortadora de pasto cumpla el trabajo de un empleado de un aeropuerto (reparar en el final y en el comentario que el obrero emite al ver las evoluciones peligrosas de la avioneta).
Gally-Resnais nos dicen que el amor es una de las herbes folles que nos creamos. La pasión depende de nuestra imaginación. Cuando Georges le pregunta a Marguerite: “¿Se puede amar sin sentir inquietud?”, ella responde que “Sí”. Acto seguido la interroga: ¿Se puede amar con inquietud?”, ella asiente: “También”. O sea que el diálogo equivale a: ¿Se ama con la imaginación? Ellos sabrán que sí. Como también suponer que el amor loco puede ser de otra forma, porque los sentimientos están originados en la imaginación que habita nuestro inconsciente, y siempre está dispuesta a crecer en medio del campo, (des)ordenadamente.
El segundo encuentro (y definitorio) de la pareja será cuando ella lo espera que salga del cine. De una vieja sala que proyecta un filme bélico norteamericanos de los ’50 y que Georges vio cuando niño: “Los puentes de Toko Ri”, con Grace Kelly y William Holden. Él no puede olvidar el final de esa película: una pareja de aviadores caen sobre el campo de batalla. En este caso la máquina de cortar pasto está a cargo de los coreanos. Ella lo ve salir de la salita y va en su busca, se le adelanta, se le pone al frente y él lo primero que imagina (y se lo dice) es: “Me amas”. Una afirmación que agiganta otro arbusto loco. La relación (nunca física) está plantada en la tierra.
Serán cuatro las veces que se evoca la vieja película dirigida por Mark Robson: la primera, Georges imagina caminando de espaldas rumbo a la sala de exhibiciones (¿dónde mejor refugio que el imaginario que ofrece el cine? La segunda es ella la que lo ve en el mismo camino, a ver en la pantalla un filme de aviación seguida de muerte. La tercera: Toko-Ri es el escenario de los sueños de Georges en su escritorio, oyendo los bombardeos. La cuarta (fundamental): Marguerite y Georgesw se enfrentan por casualidad en las escaleras y se lanzan en un fuerte abrazo -el único que tendrán- en tanto se escucha el sonido del Cinemascope y las trompetas de
Pero el relato sigue. El azar interviene (se le ha roto el cierre del pantalón en el baño al desconcertado Georges). Lo disimula. Marguerite lo invita a él y a su esposa a un vuelo en la avioneta. Ascienden. Y en en pleno vuelo ella lo invita a manejar el vehículo. Georges lo hará por primera vez. Toma el manubrio y ella descubre la bragueta abierta. Sonríe y empieza a imaginar. ¿Qué? No lo sabremos. Georges se siente en falta e imagina. ¿Qué? Tampoco lo supondremos en concreto. Y lo que sigue es un misterio. Lo que ha ocurrido dentro de la avioneta queda a cargo de la sorprendida imaginación del espectador…
Las escenas finales son confirmatorias de la loca relación: un cementerio lleno de lápidas (dentro de los ataúdes no crecen herbes folles). ; luego la cámara prosigue un viaje por montañas rocosas y piedras dibujando formas sin verde (en las pétreas desnudeces no surgen hierbas salvajes). Y aparece el colosal remate que perturbó a los críticos:
Una niña desde su cama le pregunta a la mamá -que está escribiendo ante una vieja máquina-: “Cuando sea gato comeré bombones?”. Es lógico: los seres -como dijo Georges- no dejamos de imaginar, como queremos, lo que se nos ocurre. En nuestro interior podemos ser gatos, muñecos de trapo o experimentar amor (in)existentes. Todo depende. De cada uno de nosotros. De lo que escondemos, De lo que llevamos, quizás para llevarlo al reino de la imaginación que es el cine.
Es lo que ha hecho Resnais (un artesano de 87 años) que esperá la inevitable máquina que corte sus arbustos locos o salvajes.
Hernando Harb
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