INVICTUS DE CLINT EASTWOOD - HERNANDO HARB

martes, 6 de abril de 2010 en 16:05



















Las comparaciones suelen mortificar, pero a veces son inevitables. A continuación dos filmes –en la línea político-deportiva– impulsan a indagar acerca de su intencionalidad y su posible (in)sinceridad.


Título original: “Invictus”

Título en la Argentina: “Invictus”

Fecha: 2009

Estreno en la Argentina: 28 de enero de 2010

Director: Clint Eastwood

Libro: John Carlin

Guión: Anthony Peckham

Género: Biográfico.

Reparto: Morgan Freeman (Nelson Mandela) – Matt Damon (FranÇois Peinaar) – Tony Kgoroge (Jason Tshabalala) – Adjoa Andoh (Brenda Mazibuko) .

Calificación: Apto para todo público


Para el correcto artesano que es Clint Eastwood la historia de la Humanidad es no sólo norteamericana. Además va en ritmo ascendente, no en espiral (es evidente que no leyó a Arnold Toynbee) y marcha hacia un rumbo determinado: el paraíso (terrestre, con el triunfo de los mejores valores del ser humano). Como bienintencionado no hay dudas de que lo es, pero –ya se sabe- el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Que lo diga “Invictus”, un film (casi) suyo en el que despliega todas las tonalidades del estadounidense que aún cree en el sueño americano. Para ratificarlo recurre al ascenso gubernamental del ex prisionero Nelson Mandela en la República de Sudáfrica, y a su fascinante trabajo (según el libretista Carlin y el guionista Peckham, ratificado por Eastwood) emplazado sobre los 49 y pico de millones de habitantes de ese país dividido administrativamene en tres capitales: Pretoria (administrativa), Bloemfontein (judicial) y Ciudad del Cabo (legilativa). Y uno hace referencia a la división estatal. Puntualizar las marchas y contramarchas raciales sería tarea ciclópea y (quizás) nada cinematográfica.

Porque “Invictus”es un correcto filme cuyo desarrollo parece detenido en el tiempo y se ha olvidado de los ritmos de la historia. Para el receptor/espectador el triunfo de Mandela es un surco logrado para ser imborrable en lo futuro y en cuya tierra ha sido marcado las transformaciones sólo pueden significar una continuación progresiva (sin vaivenes) de lo fundado por el agricultor (Mandela) y sus adláteres (desde el deportista Peinaar hasta su secretaria pasando por sus guardaespaldas –de blancos y negros- y finalizando por el niño (negro) más pobre del reinado del apartheid. De más está decir que la “unidad nacional” ha sido concretada por la Warner y gracias –en especial- al fútbol norteamericano puesto al servicio de un Mandela que posterga momentáneamente su tarea emprendida para mejorar las diversas áreas de la educación y en especial combatir el hambre y su sucursal, el desempleo. Sin hablar del odio racial que impregna conciencias de políticos, integrantes de clase media y pobres lugareños postergados.

Morgan Freeman es un Mandela sin matices, perdonador mesiánico y paultino descubridor de que el rugby es más poderoso para cambiar conciencias y alterar el rumbo de la justicia que mil leyes sancionadas para una nación aspirante al recambio. No es toda culpa de Freeman que su trabajo carezca de matices (es uno de los productores de la película), como tampoco que el ascendente Damon represente con parsimonia al líder de un equipo deportivo que traduce –en una sola conversación- los propósitos políticos de un mesiánico ex torturado primer mandatario del cual se elude toda referencia a sus problemas personales (imposiciones de un guionista al servicio de una major).

En suma: el discreto y elegante “Invictus” es el elogio al triunfo individual, al éxito del personalismo en el deporte y a “las grandes maniob ras” para lograr la consolidación de un país complicado y en crisis. Para muestra basta el final: la señora (blanca) aplaude junto con su doméstica (negra) el triunfo sudafricano en un mismo palco, aplauden sí, pero no se besan: el guardaespaldas (blanco) y su colega (negro) gritan el gol de la victoria (pero ahogan un abrazo): el niño (negro) insultado por los policías (blancos) por mortificar al querer escuchar la transmisión del partido termina besándose con sus opresores.

No hace ninguna mención ni verbal (en off) ni escrita acerca de los gobiernos posteriores al de Mandela. El nombre de Jacob Zuma será desconocido por los espectadores entretenidos con el evento deportivo. Con mayor razón no existe ni una referencia al aterrador líder del apartheid Eugene Terreblanche, un derechista que en marzo de 2010 murió a los 69 años de edad apaleado –literalmente- por dos empleados –negros- que reclamaban por sus salarios. Son los vaivenes políticos que no hubiera eludido un Kubrick, por nombrar a un grande del cine de los EE.UU.

En fin: el personalismo ha logrado el triunfo sobre cuerpos y almas. Eastwood terminó su tarea en pos de premios, hasta su próxima entrega. El misógino Harry, el Sucio parece no haber quedado muy atrás. O al menos después de cumplir los 70 decidió vestirse con otro disfraz.


HERNANDO HARB

MIRACLE AT OXFORD DE FERDINAD FAIRFAX- Hernando Harb

en 15:12



















Título original: “True Blue”

Título en la Argentina (en DVD): “Miracle at Oxford”

Director: Ferdinand Fairfax

Libro: Daniel Topolski

Guión: Rupert Walters

Género: Drama deportivo

Fecha de estreno en la Argentina: Sin fecha

Fecha de estreno mundial: 15 de noviembre de 1996 en Reino Unido

Duración: 90 minutos aproximadamente.

Calificación para menores: Apta para todo público.


Ferdinand Fairfax es un realizador inglés de 65 años de edad, un hombre generalmente dedicado a la televisión, a ratos ayudante de dirección y director de cine con hallazgos para considerar (“TheRescue” -1988- es uno). Hombre de perfil bajo posee un currículum tan interesante que sólo él conocerá el porqué de su desentendimiento total de la denominada pantalla grande.

“True Blue” es un título (en apariencia) localista, cuya primera visión lo calificaría en la línea deportiva, pero con mayor atención surgen propuestas que lo emparentan con el cine político. Basado en un guión de un conductor británico de equipos de carreras de remos en el centro universitario de Oxford, diagrama una historia protagonizada por hombres –son pocas las presencias femeninas- en la que su finalidad es de tan universal que cautiva: el personalismo en las contiendas (en este caso deportivas) da malos resultados.

De este modo el personaje central, Daniel Topolski, impulsa a su cuadro a renegar de la influencia de un grupo de integrantes profesionales estadounidenses, quienes sostienen que los remeros representan a un deportista muy singular, como el boxeador se halla solo, y su canoa es una suerte de ring en el que su compañero es nada más que una espalda, la de otro contenedor que está sumergido en su mundo.

Los “invasores” norteamericanos influyen de tal modo entre los jugadores ingleses que convierten en real el trajinado “divide para reinar”. El filme se detiene en las dudas de los jóvenes, en sus demoledoras ambiciones, en su afán por superar a su compañero y no al verdadero contrincante, aquel que integra el equipo representante de Cambridge, un ámbito más propenso a universitarios de clases más selectas.

En ese cotejo se tejen y destejen las ambiciones hasta que Topolski da a conocer su tesis abrumadora: “Si uno apoya una mano sobre el hombre de su compañero que lo precede en la embarcación, y a su veces su colega que lo antecede hace lo mismo en su hombro, la integración es totalizadora al punto de que esa unión permite la concreción de un cuerpo solo”. Adiós, a los personalismos. Bienvenida, unidad.

Los intrusos invitados de América del Norte desertarán ante una propuesta que no hace honor a sus trayectorias. Y he aquí que el “milagro” se produce por obra y gracia de una máxima tan antigua y tan vigente que hasta debe incluirla la publicitada “máquina de Dios”.

Ferdinand Fairfax –quien firma en ocasiones como Ferdie Farfax- con la colaboración de una fotografía exquisita, un impecable montanista y una música como deber ser –ilustrativa, imperceptible- en toda obra que se precie importante, logra la admiración que se desprende su fina textura y de un suave deslizamiento de las secuencias cuyo mayor deslumbramiento se concreta en las escenas que describen el triunfo oxfordiano final.

Con un elenco sin fisuras, este “True Blue” demuestra que “Invictus” de Eastwood puede alcanzar objetivos con holgura sin recurrir a una producción millonaria, a una publicidad asombrosa y a un afán discursivo capaz de hacer invisible la más terrible de las realidades.

Es una lástima que este buen producto de Fairfax este relegado al DVD y a un desconocimiento de muchos admiradores del buen cine en la Argentina. Es bueno detectarlo.


Hernando Harb

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