GRACIAS POR SU CINE: CLAUDE CHABROL - Hernando Harb

lunes, 13 de septiembre de 2010 en 15:24













GRACIAS POR SU CINE: CLAUDE CHABROL


Nació en 1930. Murió el domingo pasado. Filmó cerca de 80 filmes y creó con ellos un estilo fundado en la filosofía de su pensamiento o, de lo que es lo mismo, de su vivir.

Claude Chabrol fue uno de los fundadores de esa corriente perceptiblemente: la nouvelle vague. “Me señalan como el primer inaugurador de ese ciclo. El fundador fue Jean-Luc Godard. Se me adjudicó ese mérito temporal porque heredé un buen dinero de mi primera esposa (Agnés Goute). Pero, como todo, la muerte, esa casualidad privada, fue la originaria de ese error entre los biógrafos, esos mentirosos imaginativos”, osó confesar cubierto por el humo de su transitorio compañero de ansiedades, el cigarro.

Compartió una fama que permanece con creativos como François Truffaut, Louis Malle, Phillipe de Broca, Michel Deville. Jacques Demy, Jacques Doniol-Valcroze. Georges Franju, Jacques Rivette y, por supuesto, el desorbitado Godard.

Tuvieron poco en común. Cada uno se hizo cargo de sus influencias, de sus obsesiones y sueños, pero compartieron un deseo: renovar el lenguaje (el “léxico” decía precisamente) que envejecía pese a esa casualidad llamada intención que crearon Clouzot, Carné y otros compañeros de la misma ruta (el cine) pero con otra visión de los paisajes con que las costumbres de los hombres nos regalamos.

Se dijo (se dice) hasta el cansancio que fue un combativo de la burguesía. Chabrol: “Soy un burgués. La burguesía es mi mundo. El que conozco. Y mis historias se desenvuelven desde ese mundo para esparcirse en esos otros, tan esencialmente similares como el mío”, se sinceró.

Es cierto. Las pasiones de los hombres no conocen determinados marcos de vida. El engaño, la debilidad, la crueldad habitan bajo la piel del ser humano cualquiera sea su vestidura. La lucha es general. Explicar sus motivos también. Como lo es ese pedido de misericordia que es la justificación de nuestros actos.

En todo hombre hay un criminal. Esa fue su premisa básica. A veces queda en el intento, como el provinciano Gerard Blain apuntando -envidioso y frustrado-con un revólver a la sien de Jean-Claude Brialy en Les cousins (Los primos, 1958). No es por arrepentimiento que no cumple su deseo: es por cobardía.

Para Chabrol “la humanidad es el habitáculo, en sí misma, del infierno. Pero, claro, no significo nada si estoy solo como diría un escritor que siempre me desagradó. No me queda otra: integrarme al rojo de las llamas y creer solamente en algo que se parezca al conocimiento”.

En todos sus filmes el crimen está presente. La cortesana de A doble tour (Doble vida, 1959) es asesinada por un débil amante de la música clásica para saldar el pecado de su padre y vengar a su madre católica (la religiosidad, esa enemiga que el gran director combate aunque sepa que puede ser el refugio de los hipócritas). Sí, el crimen siempre acompañado de un motivo al que no empaña el arrepentimiento.

Les bonnes femmes (Esas buenas mujeres, 1960) un enamoradizo motociclista despierta la ilusión de salvarse por amor en una modesta empleada y resulta ser un asesino serial: su naturaleza lo alivia y retornará a su próxima víctima entre las modestas mujeres que sólo van de fiesta los domingos a gastar su pobre jornal y enterrar la rutina.

El victimario de Le boucher (El carnicero, 1969) no evita sus impulsos ni ante el amor de la maestra que parece enamorarse de un hombre tan suave que maneja el cuchillo para practicar su oficiar: matar animales, los que con su carne el pueblo que lo quiere por su aspecto bondadoso pueda preparar sus mejores comidas para los picnics que disfrutarán los niños, las futuras víctimas.

La chica llamada Violette Nozière (Niña de día, mujer de noche, 1978) no se culpa por su doble vida. La esquizofrenia es su forma de sobrevivir en una sociedad tan hipócrita como la que Chabrol con la ayuda de Françoise Sagan exponen a su Landrú (ídem, 1962) un barbado culto y poético que brinda amor y placer a mujeres solitarias para luego robarles e incinerar sus cuerpos en un horno semejante a los que usan en los campos de concentración. Su justificación la expone ante el tribunal que lo envía a la pena capital: “Soy menos asesino que los gobiernos que envían a jóvenes y adultos a morir en el frente de batalla por intereses económicos propios. Al menos les ofrezco momentos de felicidad a mis mujeres, solitarias, despojadas de sus amores para proteger a una sociedad que se pretende digna?”.

En La décade prodigieuse (La década prodigiosa, 1971) no sólo está presente el deseo de matar, también asisten al convite chabroliano todos sus temas: una familia que viola los diez mandamientos sin pensar en la salvación del que dice amar pero sí deseosa de vengar sus traumas adormecidos por el dinero, esa puerta siempre abierta al mayor de las ruindades: la avaricia (el final con el gran Orson Welles y Anthony Perkins encerrados en el círculo de la fatalidad es inolvidable para el admirador del director fallecido a los 80 años en la ciudad de París, no muy lejos de sus localidades provincianas que albergan a la maldad humana, la alimentan y protegen con el sarcasmo del individualista.

Si uno tuviera que elegir la síntesis del pensamiento de Chabrol podría optar con éxito por recordar el final de Que la bête meure (La bestia debe morir, 1969, basada en la novela de Nicholas Blake: el padre ha vengado la muerte de su hijo y abandona el pueblo en su lancha mar arriba; atrás quedan los integrantes de una familia con sus culpas y hasta un muchacho capaz de reivindicarse agradecido porque el vengador lo ha salvado del autoritarismo despótico de su brutal padre.

Una noche antes, cuando el plan del crimen está en marcha, saborea un pato a la naranja con salsa que la cámara muestra en un gran primer plano al ser deshuesado por el chef. Es que el placer de comer, una adicción del gran Chabrol no podía faltar.

La muerte siempre está presente, pero el asesinato es la más frecuente de las invocadoras, a esa forma de defenderse del mal de los otros, nosotros, los prójimos.

Sea valiéndose de extremismos: la abortera en Une affaire de femmes (Un asunto de mujeres, 1998); los celos en La fille coupée en deux (Una mujer partida en dos, 2007); la soberbia en Madame Bovary (ídem, 1991); el incesto en Les noces rouges (Relaciones sangrientas, 1973) o

la extrema decisión de asesinar a un vagabundo por someterse a los designios de esa locura del amor-pasión que habita nuestro inconsciente colectivo desde el siglo XII en La demoiselle d’honneur (La dama de honor, 2005).

Monsieur Claude Chabrol elevamos una copa de un burbujeante champagne, comemos una deliciosa barra de chocolate, pensamos en los placeres del cine… y nos despedimos sin rezos y sin olvidar que la humanidad es una casa llena de enemigos a los que finalmente debemos comprender.


HERNANDO HARB

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